6 jun 2007

Dos casos dignos de mención

De vez en cuando nos enteramos por la tele, los periódicos o por internet de casos notables relacionados con personas de altas capacidades. Dada la temática del blog y mi sana costumbre de poner a parir hasta al lucero del alba, he considerado oportuno sacarlos aquí a colación.

Concretamente, hoy voy a rescatar un par de entradas que publiqué hace tiempo en otro blog. Que os aproveche.


Las Miniprofes

Recientemente me enterado por este enlace de que la universidad de Rochester, en Nueva York, ha fichado a dos pipiolas de 19 y 21 años como profesoras. Por lo visto estas dos chicas, hermanas además, son sendas genios que se han pulido sus estudios en nada de tiempo y que, a pesar de su corta edad, ya son doctoradas universitarias.

A mí el que haya gente tan lista me parece muy bien, pero... ¿no creéis que los de Rochester se han pasado tres pueblos con los nuevos fichajes? Me explico: por mucho que estas dos mozas sepan de sus respectivas carreras, la enseñanza no es una mera transmisión de conocimientos. Para eso ya están los libros. Un profesor, para ser bueno, necesita no sólo saber de la materia que enseñe, sino también conectar con sus alumnos y ser capaz de guiarles. Es preferible alguien que sepa menos pero que pueda ponerte en disposición de aprender más, que alguien con conocimientos enciclopédicos que se limite a soltar su rollo como si fuera una radio gramola. La madurez, más que la cantidad de información, es lo que importa. ¿Y qué madurez pueden tener dos personas que no sólo no han dispuesto de tiempo material de adquirirla, sino que además se han pasado la mayor parte de sus vidas con las narices metidas en libros?

Y eso por no hablar de la autoridad. A ver qué respeto van a imponer dos crías en una clase llena de gente varios años mayor que ellas. Irán a verlas como un fenómeno de feria, más por curiosidad morbosa que por lo que les puedan enseñar.

Supongo que en casos como éste también interviene mucho la gana de autobombo de las universidades yankis. Con tal de coger prestigio y así tener una excusa para subir los ya desorbitados precios que cobran por permitirles a sus alumnos el privilegio de estudiar en ellas, son capaces de cualquier cosa que les haga dar "buena imagen". Y dos geniecillas que apenas han superado la mayoría de edad son, al menos para la mentalidad estadounidense basada en la meritocracia, una publicidad inmejorable.

No extrañará entonces que no sea la primera vez que ocurre algo de esto, ni siquiera que estas dos chicas no sean las profesoras más jóvenes que han existido. El récord lo tiene William James Sidis (1898-1944), que se convirtió en profesor de la universidad de Harvard con tan sólo 16 años, después de haber hecho un impresionante carrerón. Carrerón que no le sirvió de nada, pues murió a los 46 casi en la indigencia. Lo dicho: que a vivir no se aprende en los libros.

Así que hoy despido esta entrada deseándoles mucha suerte a las dos hermanitas y, además, dándoles un consejo de vieja pelleja: menos biblioteca y más trabajo de campo. Que no por ver muchas películas porno se acaba follando mejor.


Más sobre universitarios precoces

En la entrada anterior hablaba de las dos genias que se habían convertido en profesoras de la universidad de Rochester a una edad en la que el común de los mortales todavía está medio empezando la carrera. Pero como el tema éste de los superdotados da para mucho, no me resisto a volver a sacarlo hablando de un caso que llama la atención no por la genialidad del protagonista, sino por el descaro y la poca vergüenza de algunos individuos.

Hace unos años salió en la prensa el caso de un chavalín que se había convertido en noticia por haber entrado en la universidad con sólo siete años. El prodigio en cuestión, Justin Chapman, ya llevaba un buen carrerón para entonces: con tres años sacaba la máxima puntuación en tests de inteligencia para adultos, con cinco había terminado la primaria y con seis la secundaria, todo esto desde casa vía internet. Se le calculó un C.I. de 298, algo desorbitado si tenemos en cuenta que la media es de 100 y que hasta alguien de un talento indiscutible como Stephen Hawking tiene, según algunas fuentes, un “modesto” 168.

Las hazañas del pequeño Justin no se limitaban a la vida académica. Conforme su fama crecía, diversas autoridades mostraron su interés por hablar con él y felicitarle; entre ellas Hillary Clinton, senadora del estado de Nueva York, con quien el chaval discutió sobre los problemas que plantea la educación de los niños con inteligencia superior. Le llamaban para conferencias en diversos congresos (pagadas, of course), y hasta la directora del Centro de Desarrollo de Superdotados de Denver, supuestamente una experta en el tema, le describió como “el genio más grande que ha pisado la tierra”.

Así las cosas, y tras alcanzar el máximo en el SAT, un test de acceso a la universidad, Justin se incorporó a la de Rochester (¿os suena?) en calidad de alumno, cuando todavía conservaba la dentición de leche. Y allí, con el niño rodeado de veinteañeros, se desató el drama. Después de algunas clases, Justin empezó a tener ataques de pánico. Lloraba a gritos, vomitaba, se escondía debajo de los bancos y se golpeaba la cabeza con las mesas. Tras lo que pareció un intento de suicidio, la madre lo llevó al psiquiatra. El diagnóstico fue claro: Justin no sólo no era un genio, sino que había estado tan presionado por su madre que se había vuelto loco del todo. Ni que decir tiene que los tribunales le retiraron la custodia a semejante irresponsable y enviaron al niño a una clínica psiquiátrica para menores.

Os estaréis preguntando cómo es que el pequeño Justin no tenía una capacidad fuera de serie, si había puntuado tan alto en los tests y se había liquidado el bachillerato cuando sus coetáneos todavía estaban aprendiendo a sumar. Sencillo: no había sido Justin, sino su madre, quien había cursado los estudios por internet. La señora llegó al extremo de hacer memorizar a su hijo las respuestas correctas de los tests de inteligencia que le pasaban en varios centros para que pareciera que tenía un cerebro privilegiado, cuando el pobre chaval era sólo un chico con una inteligencia media. Claro, así acabó la criatura. Y no vale como eximente el que la madre “lo hiciera por mejor”, porque eso es como la fabulilla del mono que sacaba los peces del agua para que no se ahogaran.

Confieso que a mí el tema de los niños superdotados me toca mucho las narices. Si ya me parece mal que, al descubrir el talento de su hijo, algunos padres pierdan el oremus y se lancen a bombardearle con actividades extraescolares “para que desarrolle su potencial”, imagináos lo que pienso de elementos como la señora Chapman, que se empeñan en convertir a sus hijos en monstruos de feria, cuando podrían desarrollarse como niños normales.

Exactamente; no pienso nada bueno.


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